lunes, 13 de octubre de 2008

EL CRISTO DE LAS MIELES Y SU AUTOR ANTONIO SUSILLO

Aunque todos los sevillanos han visitado alguna vez el cementerio de San Fernando, muy pocos sabrán que el grandioso Cristo Crucificado, en bronce, que preside la glorieta principal del cementerio, se llama con el bonito nombre de Cristo de las Mieles.

En el año 1857 había nacido en la casa número 55 de la Alameda de Hercules, entre las calles Relator y Peral, el escultor Antonio Susillo. Hijo de un vendedor de aceitunas aliñadas del mercado de la Feria, Susillo no tenía por parte familiar la más mínima motivación para dedicarse a las Bellas Artes. Por el contrario, su padre quería inclinarle por el negocio mercantil. Pero Antonio Susillo era espontáneo y originalmente artista, y así empezó a dibujar sin que nadie le enseñase, y a modelar con barro cogido del suelo de la Alameda en la puerta de su casa pequeñas figuritas de imágenes religiosas. Cierto día, cuando apenas contaba siete años, acertó a pasar por aquel lugar la infanta-duquesa de Montpensier, quien, sorprendida de ver a un niño tan pequeño modelar aquellas figuritas tan bellas, lo tomó bajo su protección y le costeó los primeros estudios. No había de defraudar esa protección Antonio Susillo, pues desde poco después, en plena adolescencia, empieza a conseguir premios por sus obras.
Antonio Susillo viaja por Europa, perfecciona su arte contemplando las esculturas de los grandes maestros italianos del Renacimiento y del Barroco, pero no es solamente un viajero aprendiendo, sino a la vez, y con poco más de veinte años, ya es un maestro sembrando estatuas en Europa, entre ellas el retrato del zar Nicolás II, encargo que presenta la sorprendente historia de que el zar de todas las Rusias envió a Sevilla a buscar a Susillo a su gran chambelán el príncipe Romualdo Giedroiky, y no existiendo en Rusia un taller de fundición de bronce de la calidad deseada por Susillo, se alquiló para él un taller de este tipo de fundición en París. Era a sus 25 años.

A los 28 años de edad, Antonio Susillo recibe del Ayuntamiento de Sevilla el honrosísimo encargo de crear el monumento a Daoiz, el héroe de la Guerra de la Independencia, obra monumental que Susillo realiza en muy pocas semanas, y que es emplazado en el centro de la hermosa plaza de la Gavidia. Ya antes había hecho el monumeto a Velazquez, erigido en la plaza del Duque.
Dos años después, el Gobierno le otorga la Encomienda de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, y ¡a los 30 años de edad! es nombrado académico numerario de la de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría. Otro monumentos sevillanos hechos por Antonio Susillo son toda la serie de estatuas que coronan la balaustrada del palacio de San Telmo
. Por esta obra cobró Antonio Susillo la entonces altísima cifra de 2.500 pesetas por cada una de las doce estatuas, o sea, 30.000 pesetas en total, lo que representaba un capital. Las doce estatuas son representación de los personajes siguientes (de izquierda a derecha): Bartolome de las Casas, Afán de Rivera, Murillo, Arias Montano, Daoiz, Fernando de Herrera, Ortiz de Zúñiga, Lope de Rueda, Miguel Mañara, Velazquez, Ponce de León y Martinez Montañés. Otra bellísima obra hecha por Susillo en esta época es la estatua de Miguel Mañara que hay emplazada en el jardin de la calle Temprado, frente a la puerta del Hospital de la Caridad.

Y finalmente, la grandiosa obra, la definitiva, el Cristo Crucificado para la glorieta central del cementerio. Susillo, que se había casado en segundas nupcias con una mujer que no le amaba como le había amado su primera esposa, sino que buscaba en él la posición brillante, social y económica, era infinitamente desgraciado. Su mujer le estimaba nada más que como a una máquina de producir dinero, pero en cambio despreciaba su arte. Su discípulo Castillo Lastrucci contaba que cierto día en que Susillo trabajaba en una gran estatua, le llamaron inesperadamente y hubo de pasar del taller o estudio a las habitaciones de la casa. Al verle entrar salpicado de yeso y de barro, materiales con los que modelaba, su mujer le increpó furiosa: “Bah, yo creí que me había casado con un artista, y resulta que me he casado con un albañil”.


Progresaba Antonio Susillo en la realización del Cristo Crucificado y cada día se le veía más triste y entregado a fúnebres presentimientos. Por fin pudo entregarlo terminado al Ayuntamiento, y precisamente en esos días estalló su tragedia conyugal. Su mujer no se amoldaba a las ganancias, aunque fueran bastante elevadas, sino que en vez de querer mantener el rango decoroso de la casa de un artista, quería ella mantener el tren de la vida de los opulentos aristócratas o acaudalados comerciantes que eran los clientes de las estatuas de su marido. Naturalmente, por mucho dinero que él ganase, nunca podría rivalizar con los infantes-duques de Montpensier, dueños del palacio de San Telmo, ni con los duques de Alba, ni con la reina destronada Isabel II, que pasaba sus temporadas en Sevilla. Los gastos excesivos de la mujer de Susillo habían llevado la economía familiar a la bancarrota, y atosigado por los reproches de su mujer, que le decía: “eres un cretino que no gana dinero suficiente para vivir”, cierto día, en un arrebato de furia, decidió quitarse la vida.

A tal efecto, y vestido tal como se encontraba en el estudio-taller abandonó su casa y se dirigió a la Barqueta para ponerse delante del tren. Sin embargo, una vez que hubo llegado al lugar, sentado sobre una vía, esperando el paso de un tren, le asaltó una penosísima idea: el cadáver de un suicida atropellado por el tren, resulta horrorosamente destrozado. Y su espíritu de artista se rebeló. Susillo, que había labrado con sus manos estatuas de bellísima factura, en la que el cuerpo humano adquiere su plenitud de vigor y de estética pujanza, ¿iba a legar a la posteridad la triste imagen de su cuerpo despedazado y destripado?

Se revolvió contra esa posibilidad y abandonó precipitadamente la Barqueta, regresando a su casa. Allí tenía una pistola que le había servido como acompañante a sus viajes a París y a Roma, donde vivió intensamente la bohemia dorada de los jóvenes artistas. Casi no se acordaba de que aún la tenía al cabo de diez años.

Sacó la pistola de su estuche, la metió en el bolsillo del blusón de trabajo, y regresó a la zona ferroviaria tomando desde la Barqueta el camino de san Jeronimo
, siguiendo las vías. Y al llegar a la altura del Departamento Anatómico del Hospital, se sentó sobre un montón de travesías de madera que había junto a la vía, y metiéndose el cañón de la pistola debajo de la barba, disparó el tiro que le causó la muerte.

Cuando encontraron al poco rato el cadáver nadie sabía de quién se trataba. ¿Quién podía imaginar que el más ilustre escultor de España, una gloria más aún que nacional, europea, iba a morir oscuramente en el borde de la vía, en la tremenda soledad del campo? En el periódico de la mañana siguiente decía la noticia en una columna de gacetillas de sucesos: “Hallazgo de un cadáver. Junto a las vías del tren, en el ramal de la Barqueta a San Jerónimo, apareció ayer tarde el cadáver de un hombre decentemente vestido. Fue trasladado al depósito judicial, donde aún no ha sido identificado.”

A la mañana siguiente estalló el asombro y la consternación en Sevilla al descubrirse que el suicida del día anterior era nada menos que Antonio Susillo. Como se había muerto por su mano, hubo ciertas dificultades en que la Iglesia concediera el permiso para enterrarle en tierra sagrada, y estuvo a punto de ser sepultado en el “cementerio civil”, pero las gestiones de la Real Academia y las lágrimas de la infanta Doña María Luisa, consiguieron que el arzobispo cediera y admitiese como válida la suposición de que Susillo se había dado muerte en un arrebato de locura, no siendo por tanto responsable moral de su suicidio.

Faltaba determinar en qué lugar se le enterraría, pero el fervor popular exigió, impuso, y logró, que en vez de enterrarle en un panteón oi en una sepultura como a todos los sevillanos, se le enterrara a él solo, en el centro de la rotonda, al pie del Cristo Crucificado que él mismo había labrado con sus manos. Y así, apresuradamente, se hizo un sepulcro al pie del Crucificado y allí se depositó el féretro con los restos de Antonio Susillo, bajo las rocas del Gólgota que sostienen la cruz.
Pasaron algunos días, cuando el público que acudía a visitar en el cementerio la tumba del artista, observó que de la boca del Cristo Crucificado, salía un arroyo de miel que le chorreaba por los labios y la barba y le descendía por el cuello hasta el pecho. No era ningún milagro, sino algo muy sencillo y natural: un enjambre de abejas había hecho su panal dentro de la boca del Cristo, y la miel chorreaba desde el panal por la imagen. Pero si el suceso era explicable y natural, no por ello dejaba de parecer milagroso o maravilloso, el que habiendo tantos lugares en el cementerio de San Fernando, entre cientos de árboles, miles de rosales, decenas de capillas y panteones, las abejas hubieran elegido precisamente la boca del Cristo para hacer su panal, y precisamente a los pocos días de enterrarse allí Antonio Susillo.

Y como el pueblo siempre desea perpetuar los prodigios y maravillas, los sevillanos dieron en llamar al Cristo del cementerio con el nombre de Cristo de las Mieles, con el que todavía hoy le designamos.



La calle que parte justo desde donde está la casa donde nació el artista hacia la calle Feria y más allá, se llama Calle Antonio Susillo
.

Extraído del libro Tradiciones y leyendas sevillanas, de José María de Mena.

viernes, 10 de octubre de 2008

LA LEYENDA DEL HOMBRE DE PIEDRA

Siguiendo con la colección de Leyendas Sevillanas ahora le toca el turno a la leyenda de la calle Hombre de Piedra.

En el barrio de San Lorenzo, y pasando desde la calle de Santa Clara a la de Jesús del Gran Poder, discurre una calleja larga y estrecha que se llama Hombre de Piedra, porque en ella, y empotrada en una hornacina a nivel de la acera, puede verse una estatua de piedra, de borrosos relieves, que lleva ahí empotrada varios siglos. La calle se llamó desde el siglo XIII hasta el XV calle del Buen Rostro, pero en época del rey don Juan II cambió su nombre al aparecer la estatua del hombre de piedra, junto con la leyenda de su milagroso y dramático origen.

Para entender la leyenda es preciso que antes nos traslademos a la plaza del Salvador en la esquina a calle Villegas, donde encontraremos adosada al muro de la iglesia Colegial, una cruz de gran tamaño, la cruz de los Polaineros, y bajo ella una lápida, escrita en caracteres y ortografía antiguos, que dice así:

EL REY DON JUAN. LEY 11

El rey i toda persona que
topare el Santísimo Sacramento
se apee, aunque sea en el lodo
so pena de 600 maravedises
de aquel tiempo, según la loable
costumbre desta ciudad,
o que pierda la cabalgadura
y si fuera moro de catorce años arriba
que hique las rodillas
o que pierda todo lo que llevare vestido…

Por esta lápida, colocada en la iglesia del Salvador, vemos la devoción que existía en Sevilla, de ponerse de rodillas en el suelo cuando pasase el Santísimo Sacramento, aunque hubiera lodo por haber llovido; piadosa costumbre de la que no se libraba ni siquiera el rey ni los más altos caballeros, so pena de perder el caballo y pagar seiscientos maravedises de multa; y el que no tuviera caballo ni bienes, perder la ropa que llevase puesta.

Vista así, la reverencia con que se miraba al Santísimo Sacramento en tiempos pasados, volvamos a la barriada de San Lorenzo, en cuya calle Buen Rostro, había una taberna allá por los años del siglo XV.

Y sucedió que se encontraban en la taberna varios compadres, bebiendo vino, cuando se oyó venir por la dirección de la parroquia de San Lorenzo, el tintineo de una campanilla acompañado de un susurro de voces que rezaban.

Se asomaron los compadres a la puerta de la taberna, y vieron aparecer en el comienzo de la calle, un reducido grupo de personas, con velas y faroles, que iban acompañando al cura párroco, el cual llevaba en las manos y apretada contra su pecho, la cajita del Viático en la que llevaba la hostia para dar la última comunión a un enfermo.

Al ver aproximarse la comitiva, los bebedores de la taberna, aunque eran gentes poco religiosas, más dados al vino y al juego que a la piedad, interrumpieron sus conversaciones, y se aprestaron a arrodillarse un instante mientras pasaba el Sacramento. Pero uno de ellos, llamado Mateo el Rubio, que se tenía por valiente y era el matón del barrio, haciendo alarde de incredulidad para demostrar su temple ante los otros, dijo en voz alta:

- Ea, hatajo de gallinas, que os arrodilláis como mujeres, ahora veréis un hombre terne. No me arrodillaré, sino que me quedaré de pie, para siempre.

Y en efecto, permació allí para siempre, pues un trueno ensordecedor estalló sobre la calle, y sobre el impío cayó un rayo que le convirtió en piedra y le metió de pie hasta las rodillas en el suelo.

Y allí está todavía el cuerpo petrificado del pecador blasfemo, que se atrevió a desafiar a Dios.

Por este ejemplar escarmiento, la calle del Buen Rostro se llama desde entonces del Hombre de Piedra, donde aún puede verse el testimonio de aquel terrible suceso.

Nota.- Menos espectacular y maravillosa pero más real, es la interpretación arqueológica de la estatua hombre de piedra. Al parecer se trata de una estatua romana que presidió las termas que había en ese lugar, y que durante época árabe aún seguía existiendo, lo que dio nombre a unos célebres baños moros, que se llamaron “los baños de la Estatua”, y que ha sobrevivido a las diversas reformas que ha sufrido durante dos mil años el edificio en cuya fachada aún está empotrada.

Extraído del libro Tradiciones y leyendas sevillanas, de José María de Mena. Imagen extraida de la sevillapedia.