sábado, 27 de diciembre de 2008

EL ENIGMA DE LOS SUBTERRANEOS DE SEVILLA

TORRE DEL ORO

En el patrimonio histórico de la capital andaluza, hay muchas alusiones orales, ¿son tan numerosas las alusiones orales?. Si no conoces algún investigador sobre la materia, en Internet la información es mínima. Corren por las calles de la ciudad, numerosas historias referente a la tela de araña que por debajo de las calles existen.

¿Quién no ha oído hablar de que la Torre del Oro se comunica con Triana por debajo del río y con el Alcázar?. ¡ y que las distintas cárceles de la Inquisición , se comunicaba con el Tribunal del Santo Oficio?.

ALCAZAR

La fuente más fidedigna para hacer un estudio pormenorizado, son los documentos y archivos, y en menor parte, algunos autores fiables.

Empecemos primero por los túneles romanos, olvidadas durante siglos. Lejos de todo interés, estos túneles, no tiene nada de especial, son meras cloacas. Los romanos, siempre cuidaron mucho de la parte sanitaria.

Estas historias, el autor que mejor las recoge, Álvarez Benavente en su obra "Explicación al plano de Sevilla".. Cuenta Benavente que en siglo XIX, durante un carnaval, una esclava se escapo por uno de estos pasadizos, levantando una loza. Este pasadizo, es el que posteriormente pudo investigarse, cuando se estaban realizando obras en la calle Abades en 1970.


CALLE ABADES

Otro subterraneo de la misma época,es la de la calle Argote de Molina, donde hoy está el Restaurante don Raimundo. a este callejón, se le llamó durante los siglos XVI y XVII, el Callejón de las Brujas.

CALLE ARGOTE DE MOLINA


En la época musulmana,se habla de galerías que van desde la Catedral, hasta la calle García Vinuesa, la cual puede ser desdesagües de la antigua Mezquita.


CATEDRAL AL ATARDECER

CATEDRAL AL ANOCHECER


CATEDRAL DE DIA

Por debajo de torneo, también tiene otro pasadizo, o en el barrio Humeros. Para documentarnos en este ámbito,tenemos al cronista Don antonio de Ulloa, sevillano,almirante de la Armada. Por otra parte también está el cronista don Manuel de la Cruz, siglo XVIII. En el barrio Humores, hay también,algunas grutas, donde dice la historia, que unos muchachos encendieron una hoguera,y murieron axfisiados.

No cabe duda, de que uno de los simbolos, junto con la Catedral, es el Alcazar. Antiguo baluarte militar, no es extraño pensar, que se debieron hacer algunos pasadizos, para ayudar a la fuga en caso de peligro. Era costumbre de fortalezas como esta, de tener salidas ocultas con acceso a las afueras de la ciudad, de mensajeros u otros enlaces. En efecto tal pasadizo existió, y se pudo ver cuando hace 30 años, se hicieron reformas en la Antigua Fábrica de Tabaco, actual Universidad. El pasadizo cruzaba hasta la calle de San Francisco, dirección sur-oeste. Desgraciadamente, este pasadizo es inaccesible debido a la cimentación de la Fábrica de Tabaco. Esta galería, puede que sea de época posterior a la musulmana, quizás de la época de Pedro I El Cruel.Llamado el Cruel por sus detractores, y el Justiciero por su partidarios,sobre esta figura, también vuelan sobre Sevilla, grandes leyendas, tal es la historia de la cabeza de Rey Don Pedro.

Detengámonos un poco en esta historia, no menos peculiar que los subterráneos. En la calle Candilejo, en la esquina más ancha de esta calle, a la altura de los balcones del primer piso, se puede apreciar la estatua de medio cuerpo de un caballero medieval, coronado y con manto real sobre sus hombros. Lleva el pelo corto alrededor del cuello y cercenado en la frente, como debía ser la costumbre en esa época. Con su diestra empuña el cetro, que apoya en el hombro, y descansa la otra mano sobre su espada al cinto. Se trata de la figura del rey don Pedro I de Castilla que, aunque nacido en Burgos.

Esta historia, mitad leyenda mitad realidad, ocurrido en Sevilla y que tuvo al rey como protagonista.

Algunos historiadores mantienen que fue precisamente por un lío de faldas por lo que Pedro I salió una noche a recorrer las calles de Sevilla. Otros defienden que fue a consecuencia de una conversación con Domingo Cerón, el alcalde del rey, que afirmó que en la ciudad no se cometía un delito sin tener su castigo, y el rey quiso comprobarlo por sí mismo. Lo cierto es que iba solo y embozado en su capa cuando se topó con uno de los Guzmanes, el hijo del conde de Niebla, que apoyaba las aspiraciones al trono del hermano bastardo del rey. La ira se desató y las espadas chocaron en el silencio de la noche. El ruido despertó a una anciana vecina que, movida por la curiosidad, se asomó a la ventana alumbrándose con su candil a tiempo de ver cómo uno de los contendientes, cuyo aspecto recordaba al mismo rey, atravesaba el pecho a su oponente. La anciana, alarmada, volvió a cerrar la ventana pero, con tan mala fortuna, que se le cayó el candil a la calle. Apoyada sobre la ventana, intentando imaginar lo que pasaría cuando encontrasen su candil junto al cadáver, pudo oír claramente un crujido, como de nueces al chocar, alejándose del lugar. A la mañana siguiente, en la Sala de Justicia, los Guzmanes se presentaron para exigir que se buscase al culpable de la muerte de uno de los suyos. El rey prometió hacer lo posible por encontrarlo y concluyó: "Cuando se halle al culpable, haré poner su cabeza en el lugar de la muerte.". Al cabo de unos días, se trajo a juicio a una anciana que había sido testigo del duelo. La anciana, a pesar de admitir que había visto lo sucedido, se negaba a contar lo que sabía. Ni las preguntas inquisitivas de Domingo Cerón, ni las amenazas de los alguaciles, le hacían decir palabra alguna. El rey, finalmente, se dirigió a ella: "Dinos a quién vistes en el duelo y no te ocurrirá nada ". La anciana, cogió un espejo y colocando frente al monarca exclamo Aquí tenéis la cabeza del asesino . El rey, cumplió su promesa ordenando llevar oculta en una caja de madera la cabeza del culpable que fue colocada tras una reja en la hornacina . Tras su muerte la caja se abrió y para sorpresa de todos apareció el busto del pendenciero monarca en el lugar del suceso, donde hoy día aún se puede contemplar.





Vayamos ahora a la calle Feria, donde existió una galería o mina entre los siglos XIV y XV. Por allí circulaba un arroyo con caudal suficiente para mover una rueda de molino. efecto, hizo pensar a algunos historiadores , que ese molino existió. Teoría que hoy día ha quedado totalmente refutada. Una historia parecida, es la de la calle San Eloy.


CALLE SAN ELOY

Se ha dicho por algunos que existió un pasadizo en el Barrio de Santa Cruz, que salía fuera de las murallas, pero es algo poco probable, de otra forma, los judíos de la época de la historia de la Susona, se habrían escapado.
Pero como no quiero aburrir a la gente, solo nombrar a Nuestra Señora del Subterráneo, que se descubrió en la construcción de la torre de la Iglesia de San Nicolás. Según algunos, esta imagen pudo ser la que trajo el Arzobispo san Leandro en época Visigoda

lunes, 13 de octubre de 2008

EL CRISTO DE LAS MIELES Y SU AUTOR ANTONIO SUSILLO

Aunque todos los sevillanos han visitado alguna vez el cementerio de San Fernando, muy pocos sabrán que el grandioso Cristo Crucificado, en bronce, que preside la glorieta principal del cementerio, se llama con el bonito nombre de Cristo de las Mieles.

En el año 1857 había nacido en la casa número 55 de la Alameda de Hercules, entre las calles Relator y Peral, el escultor Antonio Susillo. Hijo de un vendedor de aceitunas aliñadas del mercado de la Feria, Susillo no tenía por parte familiar la más mínima motivación para dedicarse a las Bellas Artes. Por el contrario, su padre quería inclinarle por el negocio mercantil. Pero Antonio Susillo era espontáneo y originalmente artista, y así empezó a dibujar sin que nadie le enseñase, y a modelar con barro cogido del suelo de la Alameda en la puerta de su casa pequeñas figuritas de imágenes religiosas. Cierto día, cuando apenas contaba siete años, acertó a pasar por aquel lugar la infanta-duquesa de Montpensier, quien, sorprendida de ver a un niño tan pequeño modelar aquellas figuritas tan bellas, lo tomó bajo su protección y le costeó los primeros estudios. No había de defraudar esa protección Antonio Susillo, pues desde poco después, en plena adolescencia, empieza a conseguir premios por sus obras.
Antonio Susillo viaja por Europa, perfecciona su arte contemplando las esculturas de los grandes maestros italianos del Renacimiento y del Barroco, pero no es solamente un viajero aprendiendo, sino a la vez, y con poco más de veinte años, ya es un maestro sembrando estatuas en Europa, entre ellas el retrato del zar Nicolás II, encargo que presenta la sorprendente historia de que el zar de todas las Rusias envió a Sevilla a buscar a Susillo a su gran chambelán el príncipe Romualdo Giedroiky, y no existiendo en Rusia un taller de fundición de bronce de la calidad deseada por Susillo, se alquiló para él un taller de este tipo de fundición en París. Era a sus 25 años.

A los 28 años de edad, Antonio Susillo recibe del Ayuntamiento de Sevilla el honrosísimo encargo de crear el monumento a Daoiz, el héroe de la Guerra de la Independencia, obra monumental que Susillo realiza en muy pocas semanas, y que es emplazado en el centro de la hermosa plaza de la Gavidia. Ya antes había hecho el monumeto a Velazquez, erigido en la plaza del Duque.
Dos años después, el Gobierno le otorga la Encomienda de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, y ¡a los 30 años de edad! es nombrado académico numerario de la de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría. Otro monumentos sevillanos hechos por Antonio Susillo son toda la serie de estatuas que coronan la balaustrada del palacio de San Telmo
. Por esta obra cobró Antonio Susillo la entonces altísima cifra de 2.500 pesetas por cada una de las doce estatuas, o sea, 30.000 pesetas en total, lo que representaba un capital. Las doce estatuas son representación de los personajes siguientes (de izquierda a derecha): Bartolome de las Casas, Afán de Rivera, Murillo, Arias Montano, Daoiz, Fernando de Herrera, Ortiz de Zúñiga, Lope de Rueda, Miguel Mañara, Velazquez, Ponce de León y Martinez Montañés. Otra bellísima obra hecha por Susillo en esta época es la estatua de Miguel Mañara que hay emplazada en el jardin de la calle Temprado, frente a la puerta del Hospital de la Caridad.

Y finalmente, la grandiosa obra, la definitiva, el Cristo Crucificado para la glorieta central del cementerio. Susillo, que se había casado en segundas nupcias con una mujer que no le amaba como le había amado su primera esposa, sino que buscaba en él la posición brillante, social y económica, era infinitamente desgraciado. Su mujer le estimaba nada más que como a una máquina de producir dinero, pero en cambio despreciaba su arte. Su discípulo Castillo Lastrucci contaba que cierto día en que Susillo trabajaba en una gran estatua, le llamaron inesperadamente y hubo de pasar del taller o estudio a las habitaciones de la casa. Al verle entrar salpicado de yeso y de barro, materiales con los que modelaba, su mujer le increpó furiosa: “Bah, yo creí que me había casado con un artista, y resulta que me he casado con un albañil”.


Progresaba Antonio Susillo en la realización del Cristo Crucificado y cada día se le veía más triste y entregado a fúnebres presentimientos. Por fin pudo entregarlo terminado al Ayuntamiento, y precisamente en esos días estalló su tragedia conyugal. Su mujer no se amoldaba a las ganancias, aunque fueran bastante elevadas, sino que en vez de querer mantener el rango decoroso de la casa de un artista, quería ella mantener el tren de la vida de los opulentos aristócratas o acaudalados comerciantes que eran los clientes de las estatuas de su marido. Naturalmente, por mucho dinero que él ganase, nunca podría rivalizar con los infantes-duques de Montpensier, dueños del palacio de San Telmo, ni con los duques de Alba, ni con la reina destronada Isabel II, que pasaba sus temporadas en Sevilla. Los gastos excesivos de la mujer de Susillo habían llevado la economía familiar a la bancarrota, y atosigado por los reproches de su mujer, que le decía: “eres un cretino que no gana dinero suficiente para vivir”, cierto día, en un arrebato de furia, decidió quitarse la vida.

A tal efecto, y vestido tal como se encontraba en el estudio-taller abandonó su casa y se dirigió a la Barqueta para ponerse delante del tren. Sin embargo, una vez que hubo llegado al lugar, sentado sobre una vía, esperando el paso de un tren, le asaltó una penosísima idea: el cadáver de un suicida atropellado por el tren, resulta horrorosamente destrozado. Y su espíritu de artista se rebeló. Susillo, que había labrado con sus manos estatuas de bellísima factura, en la que el cuerpo humano adquiere su plenitud de vigor y de estética pujanza, ¿iba a legar a la posteridad la triste imagen de su cuerpo despedazado y destripado?

Se revolvió contra esa posibilidad y abandonó precipitadamente la Barqueta, regresando a su casa. Allí tenía una pistola que le había servido como acompañante a sus viajes a París y a Roma, donde vivió intensamente la bohemia dorada de los jóvenes artistas. Casi no se acordaba de que aún la tenía al cabo de diez años.

Sacó la pistola de su estuche, la metió en el bolsillo del blusón de trabajo, y regresó a la zona ferroviaria tomando desde la Barqueta el camino de san Jeronimo
, siguiendo las vías. Y al llegar a la altura del Departamento Anatómico del Hospital, se sentó sobre un montón de travesías de madera que había junto a la vía, y metiéndose el cañón de la pistola debajo de la barba, disparó el tiro que le causó la muerte.

Cuando encontraron al poco rato el cadáver nadie sabía de quién se trataba. ¿Quién podía imaginar que el más ilustre escultor de España, una gloria más aún que nacional, europea, iba a morir oscuramente en el borde de la vía, en la tremenda soledad del campo? En el periódico de la mañana siguiente decía la noticia en una columna de gacetillas de sucesos: “Hallazgo de un cadáver. Junto a las vías del tren, en el ramal de la Barqueta a San Jerónimo, apareció ayer tarde el cadáver de un hombre decentemente vestido. Fue trasladado al depósito judicial, donde aún no ha sido identificado.”

A la mañana siguiente estalló el asombro y la consternación en Sevilla al descubrirse que el suicida del día anterior era nada menos que Antonio Susillo. Como se había muerto por su mano, hubo ciertas dificultades en que la Iglesia concediera el permiso para enterrarle en tierra sagrada, y estuvo a punto de ser sepultado en el “cementerio civil”, pero las gestiones de la Real Academia y las lágrimas de la infanta Doña María Luisa, consiguieron que el arzobispo cediera y admitiese como válida la suposición de que Susillo se había dado muerte en un arrebato de locura, no siendo por tanto responsable moral de su suicidio.

Faltaba determinar en qué lugar se le enterraría, pero el fervor popular exigió, impuso, y logró, que en vez de enterrarle en un panteón oi en una sepultura como a todos los sevillanos, se le enterrara a él solo, en el centro de la rotonda, al pie del Cristo Crucificado que él mismo había labrado con sus manos. Y así, apresuradamente, se hizo un sepulcro al pie del Crucificado y allí se depositó el féretro con los restos de Antonio Susillo, bajo las rocas del Gólgota que sostienen la cruz.
Pasaron algunos días, cuando el público que acudía a visitar en el cementerio la tumba del artista, observó que de la boca del Cristo Crucificado, salía un arroyo de miel que le chorreaba por los labios y la barba y le descendía por el cuello hasta el pecho. No era ningún milagro, sino algo muy sencillo y natural: un enjambre de abejas había hecho su panal dentro de la boca del Cristo, y la miel chorreaba desde el panal por la imagen. Pero si el suceso era explicable y natural, no por ello dejaba de parecer milagroso o maravilloso, el que habiendo tantos lugares en el cementerio de San Fernando, entre cientos de árboles, miles de rosales, decenas de capillas y panteones, las abejas hubieran elegido precisamente la boca del Cristo para hacer su panal, y precisamente a los pocos días de enterrarse allí Antonio Susillo.

Y como el pueblo siempre desea perpetuar los prodigios y maravillas, los sevillanos dieron en llamar al Cristo del cementerio con el nombre de Cristo de las Mieles, con el que todavía hoy le designamos.



La calle que parte justo desde donde está la casa donde nació el artista hacia la calle Feria y más allá, se llama Calle Antonio Susillo
.

Extraído del libro Tradiciones y leyendas sevillanas, de José María de Mena.

viernes, 10 de octubre de 2008

LA LEYENDA DEL HOMBRE DE PIEDRA

Siguiendo con la colección de Leyendas Sevillanas ahora le toca el turno a la leyenda de la calle Hombre de Piedra.

En el barrio de San Lorenzo, y pasando desde la calle de Santa Clara a la de Jesús del Gran Poder, discurre una calleja larga y estrecha que se llama Hombre de Piedra, porque en ella, y empotrada en una hornacina a nivel de la acera, puede verse una estatua de piedra, de borrosos relieves, que lleva ahí empotrada varios siglos. La calle se llamó desde el siglo XIII hasta el XV calle del Buen Rostro, pero en época del rey don Juan II cambió su nombre al aparecer la estatua del hombre de piedra, junto con la leyenda de su milagroso y dramático origen.

Para entender la leyenda es preciso que antes nos traslademos a la plaza del Salvador en la esquina a calle Villegas, donde encontraremos adosada al muro de la iglesia Colegial, una cruz de gran tamaño, la cruz de los Polaineros, y bajo ella una lápida, escrita en caracteres y ortografía antiguos, que dice así:

EL REY DON JUAN. LEY 11

El rey i toda persona que
topare el Santísimo Sacramento
se apee, aunque sea en el lodo
so pena de 600 maravedises
de aquel tiempo, según la loable
costumbre desta ciudad,
o que pierda la cabalgadura
y si fuera moro de catorce años arriba
que hique las rodillas
o que pierda todo lo que llevare vestido…

Por esta lápida, colocada en la iglesia del Salvador, vemos la devoción que existía en Sevilla, de ponerse de rodillas en el suelo cuando pasase el Santísimo Sacramento, aunque hubiera lodo por haber llovido; piadosa costumbre de la que no se libraba ni siquiera el rey ni los más altos caballeros, so pena de perder el caballo y pagar seiscientos maravedises de multa; y el que no tuviera caballo ni bienes, perder la ropa que llevase puesta.

Vista así, la reverencia con que se miraba al Santísimo Sacramento en tiempos pasados, volvamos a la barriada de San Lorenzo, en cuya calle Buen Rostro, había una taberna allá por los años del siglo XV.

Y sucedió que se encontraban en la taberna varios compadres, bebiendo vino, cuando se oyó venir por la dirección de la parroquia de San Lorenzo, el tintineo de una campanilla acompañado de un susurro de voces que rezaban.

Se asomaron los compadres a la puerta de la taberna, y vieron aparecer en el comienzo de la calle, un reducido grupo de personas, con velas y faroles, que iban acompañando al cura párroco, el cual llevaba en las manos y apretada contra su pecho, la cajita del Viático en la que llevaba la hostia para dar la última comunión a un enfermo.

Al ver aproximarse la comitiva, los bebedores de la taberna, aunque eran gentes poco religiosas, más dados al vino y al juego que a la piedad, interrumpieron sus conversaciones, y se aprestaron a arrodillarse un instante mientras pasaba el Sacramento. Pero uno de ellos, llamado Mateo el Rubio, que se tenía por valiente y era el matón del barrio, haciendo alarde de incredulidad para demostrar su temple ante los otros, dijo en voz alta:

- Ea, hatajo de gallinas, que os arrodilláis como mujeres, ahora veréis un hombre terne. No me arrodillaré, sino que me quedaré de pie, para siempre.

Y en efecto, permació allí para siempre, pues un trueno ensordecedor estalló sobre la calle, y sobre el impío cayó un rayo que le convirtió en piedra y le metió de pie hasta las rodillas en el suelo.

Y allí está todavía el cuerpo petrificado del pecador blasfemo, que se atrevió a desafiar a Dios.

Por este ejemplar escarmiento, la calle del Buen Rostro se llama desde entonces del Hombre de Piedra, donde aún puede verse el testimonio de aquel terrible suceso.

Nota.- Menos espectacular y maravillosa pero más real, es la interpretación arqueológica de la estatua hombre de piedra. Al parecer se trata de una estatua romana que presidió las termas que había en ese lugar, y que durante época árabe aún seguía existiendo, lo que dio nombre a unos célebres baños moros, que se llamaron “los baños de la Estatua”, y que ha sobrevivido a las diversas reformas que ha sufrido durante dos mil años el edificio en cuya fachada aún está empotrada.

Extraído del libro Tradiciones y leyendas sevillanas, de José María de Mena. Imagen extraida de la sevillapedia.

miércoles, 18 de junio de 2008

LA HÍSPALIS TURDETANA (s. VIII-206 a.C.)

La colina que va de los jardines Murillo a la plaza de El Salvador tiene unos 450 m x 200 m con cota media de 15 m y un centro en la calle Aire a 17 m. Era el puerto de las minas de Río Tinto, y del grano de Carmona. El río Tagarete cerraba la ciudad por el este-sur, y un brazo del Guadalquivir lo atravesaba por La Alameda, Amor de Dios, Sierpes, Plaza Nueva, para unirse al cauce principal del río a la altura de la futura Torre del Oro. Se sabe con seguridad que los nativos, llamémosles tartesios o íberos vivían tanto en el Cerro Macareno como en el perímetro de Híspalis desde el siglo VIII a.C. cuando comienza la influencia fenicia prolongada luego con la cartaginesa. Cuando estos pierden Sicilia, Cerdeña, y Córcega en la primera guerra púnica, intentan compensarlas con la ocupación de la península llevada a cabo a partir del 237 a.C. en que Amílcar Barca acompañado de Asdrúbal al mando de la flota, y de su hijo Aníbal, ocupan el valle del Guadalquivir tras seis o siete años de resistencia turdetana y de sus aliados los lusitanos cuyos caudillos Istolatio e Indortes fueron ejecutados. Será entonces cuando construyan las murallas de Carmona cuyos cimientos se han conservado en la Puerta de Sevilla, y todo un sistema defensivo de fortificaciones en las encrucijadas de caminos, llamadas "las torres de Aníbal" de las que tenemos un ejemplo en el cortijo del Guijo, al norte de Osuna. Todo cambia a finales del 217 a.C. cuando en plena segunda guerra púnica comienzan a sufrir los primeros reveses, pues al año siguiente un tal Chalbus encabeza una rebelión turdetana que será ahogada en sangre por Asdrúbal que incendia Sevilla según se registra en los estratos arqueológicos.
Esta acción marca el inicio de la ocupación romana del valle que culminará en la batalla de Ilipa (Alcalá del Río) en el año 206 a.C.

En la Edad Media unos decían que el nombre de Hipal o Íspalis era fenicio, y otros señalan la anacrónica etimología latina de "hic palis" aunque en el subsuelo de la Plaza de San Francisco y de la calle Sierpes se han encontrado pilotes de pino clavados que pudieron servir como soporte de muelles o palafitos. La verdadera etimología parece ser la aportada por Antonio de Nebrija: en ibérico ili es ciudad y spa occidente, de modo que híspalis sería ciudad de occidente y de ella derivaría el término Hispania usado para toda la península.

LA LEYENDA DE LA CALLE SIERPES




La calle, desde los tiempos de la Reconquista por San Fernando se venía llamando calle de Espaderos en razón a tener en ella su hospital y hermandad quienes hacían espadas. Históricamente no se sabe con exactitud cuándo empezó a llamarse calle Sierpes, ni por qué. Consta que una ordenanza mandada hacer por los Reyes Católicos, emplea los dos nombres, de Espaderos y de Sierpes. El ilustre polígrafo sevillano don Luis Montoto atribuye el nombre nuevo a haber vivido en esta vía un tal don Álvaro Gil de las Sierpes. Otros aseguran que en cierta barbería con honores de botica (pues los barberos eran al mismo tiempo sangradores, cirujanos y aún boticarios), hubo una sierpe como muestra, junto a los botes de sanguijuelas y lancetas de sangrar. Otros dicen que no fue una barbería sino un mesón el que tuvo en su muestra este animal, y que del mesón de la Sierpe tomó su nombre la calle.

Sin embargo, la fantasía popular, quizá con algún fundamento, ha tejido una leyenda en torno al nombre de esta populosa y castiza vía:


En los últimos años del siglo XV, cuando aún no había terminado la Reconquista, era Sevilla ciudad de paso para las tropas que escaramuzaban contra los moros del reino de Granada. La frontera insegura permitía infiltrarse fácilmente a individuos armados y partidas merodeadoras, que no solo hostilizaban a los castellanos en su retaguardia, sino que tomaban contacto con los moriscos residentes en las ciudades cristianas. Había también en muchas de estas ciudades, y por supuesto en Sevilla, barrios enteros habitados por judíos, descontentos y siempre dispuestos a fomentar con su dinero el bandidaje y la revuelta. Para agravar aún más el triste panorama de la época, los nobles españoles andaban divididos en bandos, hostiles unos a otros, y todos ellos hostiles al poder real que intentaba disminuir sus privilegios para fortalezer la autoridad de la Corona. Eran frecuentes por todas estas causas las muertes a mano airada, los pillajes y toda suerte de violencias que casi siempre quedaban impunes.


Por aquel entonces comenzaron a ocurrir en Sevilla siniestros sucesos. Con frecuencia faltaban niños, sin que nadie pidiera por ellos rescate, ni aparecieran luego ni vivos ni muertos. Unas veces era durante la noche, en el interior de las casas, robados de sus propias cunas. Otras veces, a la hora del atardecer, no regresaba de sus juegos alguna criatura, sin que jamás volviera a saberse de ella. Cundió la alarma en la ciudad, y las madres procuraban no separarse de sus hijos, llevándolos todo el día prendidos a sus faldas y acostándolos a su lado abrazados consigo por la noche.


Se susurraban en la ciudad mil diversos rumores. Decían unos que robaban estos niños los judíos para sacrílegas parodias de la crucifixión de Cristo y para mezclar su sangre inocente con diabólicas mixturas destinadas a hechizos. Otros aseguraban que los niños robados eran conducidos por bandidos moros a los palacios del rey de Granada para convertirlos en esclavos. Había quien aseguraba que más bien eran piratas turcos que remontaban el Guadalquivir en barcas y entraban en la ciudad disfrazados de mercaderes para llevarse a los niños y venderlos en los mercados del gran sultán de Constantinopla. Venganzas de los partidarios de los Ponce contra los Guzmanes y represalias de los partidarios de los Guzmanes contra los Ponce, afirmaban otros.


Pero he aquí que cierto día, un hombre embozado, de gallarda apostura, se presentó en la casa de don Alonso de Cárdenas que regentaba por entonces la ciudad.

- Vueseñoría perdonará que no quiera mostrar mi rostro ni decir mi nombre. Pero el asunto que me trae a verle es cosa que mucho importa al sosiego de esta ciudad.


- ¿Venís acaso a denunciar alguna nueva conjetura de los Ponce o de los Medina-Sidonia?


- Nada de eso, señor. Los intentos de esas dos nobles casas son tan conocidos que sería excusado el venir a contarlos. No, vengo a hablaros de algo mucho más importante: de los robos de niños que tiene acongojada a la ciudad.


- ¿De los robos de niños? Decidme: ¿quién o quiénes son los autores? ¿Habéis visto? ¿Podremos haberlos? Juro que si me ayudáis a prenderlos haré quemar a fuego lento en el campo de Tablada a esos criminales, o los mandaré descuartizar entre cuatro caballos en la plaza de San Francisco.


- A su debido tiempo haréis lo que convenga, si algo de eso os conviene, señor don Alonso, pero no es así el caso de mi venida, sino preguntar a Vueseñoría qué premio o recompensa puedo esperar si se acaba tan doloroso azote de Sevilla gracias a mi intervención.


- ¿Premio? El que vos pidáis; os lo prometo.


- No quiero promesas, mi señor don Alonso, y no es desconfianza. Pero después, ya sabéis, cambian los hombres, cambian las memorias. Yo querría, no una promesa, sino un compromiso formal ante escribano, y con las garantías que es razón en un asunto de tanta monta.


- Se hará lo que decís, porque no me duelen prendas cuando prometo algo.


Y don Alonso de Cárdenas, comendador de León y primer regidor de Sevilla, hizo venir a toda prisa a un escribano para que formalizase el documento.


- ¿Cuál premio pedís?


- El premio, mi libertad, señor.


- ¿Vuestra libertad? ¿Acaso sois esclavo?


- No; soy un preso fugitivo a quien la buena fortuna ha hecho descubrir el misterio de cómo y por dónde desaparecen tantos tiernos niños de esta ciudad. Veréis, hace pocos meses fui conducido a Sevilla desde Marchena, precisamente por haber tomado las armas en rebeldía contra el rey, siguiendo secretas órdenes de mi señor el duque de Arcos. Salieron mal las cosas y el duque me dejó abandonado a mi destino, y vine a un calabozo de la cárcel. No me resigné a pudrirme en tan húmedo aposento, y di en escarbar bajo el camastro, sacando la tierra escondida en las faltriqueras cada vez que me llevaba el guardían al patio a trabajar con los otros presos. Al cabo de cierto tiempo, llegué a tener un espacioso agujero por el que ganar la libertad, pues había topado por misericordia de Dios, con la cloaca antigua que va por debajo de la cárcel.


- Ya, ya he oído hablar de esas cloacas romanas, o de tiempos de los moros, que en esto nadie ha logrado aclararse. Les llaman el laberinto de Sevilla, y van por debajo de muchas de estas calles.- En efecto; dí cierta noche en huir por ese ruín camino, a oscuras, y a tientas procurando orientarme por sus tenebrosas estrechuras para salir de la ciudad, Y en tal sazón, fue cuando encontré a quien robaba a los niños.


- ¿Judíos sin duda que por los pasadizos secretos de la sinagoga…? - preguntó el escribano.


- ¿Turcos que vendrían por las cloacas desde el río? - inquirió el regidor.


- Ni los unos ni los otros –respondió el desconocido-. Pero, escribid, escribid, señor escribano. Escribid el compromiso de don Alonso de Cárdenas de devolverme la libertad, y yo continuaré mi historia. Si no, por Dios, que calle hasta el fin del mundo.



Escribió el escribano con sus garrapateados renglones de apretados formulismos.


- ¿Vuestro nombre?


- Ahora sí lo diré. Me llamo Melchor de Quintana y Argüeso; bachiller en letras por los estudios de Osuna.


El secretario terminó de redactar su escrito y lo leyó pausadamente:


- … y por la grande importancia deste negocio, y servicio que presta a la ciudad remediando la aflición pública por la desaparación de muchos niños… vengo en perdonar y perdono en nombre de Su Alteza el Rey de Castilla, y de León, y del Algarbe… a Melchor de Quintana y Argüeso, del delito de rebelión armada otorgándole su cuerpo libre…


Firmó don Alonso de Cárdenas, y se quedó con el escrito en la mano, y dijo con voz grave y pausada:


- Ved que he firmado, no una promesa sino vuestra libertad. Este documento os entregaré y os dejaré ir libremente do queráis, tan pronto como me pongáis en disposición de prender al autor o autores de esos secuestros.


- Más haré todavía, no os diré dónde podéis prender al autor. Os llevaré donde está, muerto por mi mano hace dos días.


- Conducidme entonces a ese lugar, y teneos ya por libre tan pronto como me convenza de que decís la verdad.



Se dirigieron a la calle Entrecárceles, donde estaban las dos cárceles, y entraron en el grande caserón de la cárcel Real. Requirió don Alonso al alcaide para que les condujese hasta el calabozo que había ocupado Melchor y donde estaba mal tapado aún el agujero por donde huyó. Unos presos lo destaparon quitando el escombro que aquí se había echado y apareció nuevamente la galería de la cloaca. Era, tal como había dicho don Alonso, una vieja galería abovedada, de tiempos de los romanos, labrada quizá para desagüe en tiempos de inundaciones o para limpieza de la ciudad. Bajaron con luces, y acompañados del alcaide y de otros hombres de armas de los que guardaban la cárcel.

Delante iba, con una antorcha en la mano izquierda y una espada desnuda en la derecha, guiando al grupo, Melchor de Quintana. Anduvieron como cosa de cien pasos, y llegaron a un lugar donde se cruzaban varias galerías.

- Estamos en la calle Espaderos –dijo don Alonso-. Al menos eso es lo que deduzco por lo que hemos andado.

- Pues ahí tenéis al ladrón y matador de los niños -dijo Melchor-. Y levantando la antorcha para iluminar mejor la galería, mostró a los sorprendidos ojos de sus acompañantes el cuerpo disforme de un monstruoso animal, que les pareció en principio un cocodrilo o un dragón, pero que viéndolo más despacio reconocieron ser una gran serpiente, gruesa como un hombre, y de más de veinte pies de largo. Aunque impresionaba su temible aspecto, aún más les espantó el ver que tenía clavada en el cuerpo una daga hasta la empuñadura, y po la herida resbalaba viscosa, todavía, una ancha cinta de sangre.

Cómo había podido aquel hombre en la oscuridad tenebrosa de la cloaca luchar con el terrible animal y darle muerte, era cosa que parecía sin duda un gran milagro. Todos los circunstantes miraban con admiración y temor al gran bachiller Quintana, tal como si fuera un aparecido.


- En efecto, esta gran bestia era la que robaba los niños, sin duda saliendo por otras cloacas menores al interior de las casas -afirmó uno de los alguaciles armados que había estado reconociendo la galería-; pues he visto por el suelo algunos restos infantiles de sus horribles comidas.

- Señor bachiller; podéis ir libre como os he firmado. Marchad adonde os plazca, y para que no volváis a sentir la necesidad de meteros en rebeldías, pasad por la casa consistorial donde os proveeré de algún empleo si queréis quedaros en Sevilla, o de algunos dineros si queréis volver a vuestro pueblo.

Don Alonso ordenó que el disforme cuerpo de la Sierpe fuera sacado de aquella galería, para que su corrupción pasando unos días no infectase de pestilencia toda la ciudad. Fue expuesto el animal muerto en la misma calle Espaderos, y el vulgo que venía a verlo desde todos los barrios de Sevilla, a fuerza de repetir el relato, vino a llamar a esta calle “la calle de la Sierpe”, nombre que acabó por borrar la memoria del nombre de Espaderos que antes tenía.

Extraído del libro Tradiciones y leyendas sevillanas, de José María de Mena.

martes, 27 de mayo de 2008

LA LEYENDA DE LA SUSONA






Sevilla, el Barrio de Santa Cruz , este es el enclave de la leyenda que os voy a contar.

En una ciudad con tanta historia, el ir paseando por sus calles supone a la vez ir descubriendo muchas historias bonitas y sorprendentes, a veces adornadas por el pueblo a través de los años con parte de fantasía convirtiéndolas así en leyendas.

Es hermoso conocer conocer las historias y leyendas de los sitios que se visitan, porque esta mezcla de realidad y fantasía que va de boca en boca hace que cuando ese lugar que no se conocia , ya no es un simple monumento, sino que ese trocito de la historia lo hace más cercano y a veces te puedes imaginar como eran las gentes que vivían en otro tiempo, sus costumbres, su vida cotidiana .
A continuacion una leyenda del barrio Santa Cruz:


Para quien no sea de la ciudad, os dare una serie de datos importantes para entrar en materia. El Barrio de Santa Cruz está compuesto de calles y callejones laberínticos , muy estrechos ( algunas de poco más de un metro). Estas calles tan estrechas, se hacían así antiguamente para protegerse del riguroso sol del verano sevillano y muchas terminaban en plazuelas para que pudiera entrar el aire por ellas. El barrio está situado a los pies de la Giralda y está rodeado por las murallas del Alcazar .Por una de estas calles, cerca del patio de Banderas y desembocando en la Plaza de Doña Elvira se encontraba la antigua calle de la Muerte, ahora en honor de la historia que os voy a contar calle Susona.




En esa calle un azulejo un poco macabro, en el que aparece una carabela con un nombre escrito debajo. Antiguamente como en gran parte de España aquí en Sevilla convivían tres grandes religiones, la cristiana, musulmana y la judía. En Sevilla se alojó una importante colonia hebrea, especialmente cuando destruido el califato, muchas familias de Córdoba la eligieron como nuevo refugio al principio del siglo XI.

La primera judería se encontraba en el lado oeste de la ciudad en donde hoy se encuentra la iglesia de la Magdalena y San Lorenzo. Esta judería desapareció para desplazarse a el Barrio de Santa Cruz y San Bartolomé, en donde permanecerían hasta que fueron expulsados los últimos judíos cuando los reyes católicos.Como en todos sitios eran grandes comerciantes, dedicados también al manejo del dinero . Principalmente esto y la diferencia de creencias hacían que fuesen personas no queridas por los cristianos, que empezaron una campaña contra ellos.

En 1481, en la época de los reyes Católicos, empezó a fraguarse un complot por parte de los judíos. Esto sucedió como represalias al trato sufrido de parte de los cristianos. La cosa ya venía de un siglo antes, cuando se produjo una gran matanza, con cerca de 4000 judíos muertos en la que casi terminaron con los judíos de Sevilla.Los judíos intentaban, mediante el citado complot, hacerse con el control de la ciudad. Para ello también buscaron el apoyo morisco.
El lugar elegido para la reunión de estos fue la casa de Diego Susón judío converso, cabecilla de la revuelta. Este banquero vivía con su hija Susana Ben Susón, conocida en la ciudad como “la fermosa fembra” por su hermosura .La judía recibía tantos halagos de sus vecinos que le hizo soñar con alcanzar un puesto en la vida social de la ciudad y comenzó a verse con un hidalgo cristiano de Sevilla.

Un día mientras esperaba que todos se acostasen en su casa para ir al encuentro de su amante se enteró de la conspiración que tramaban los suyos con su padre a la cabeza , en la cual pensaban atacar a los principales caballeros de la ciudad .Temiendo que le pasase algo a su amado, Susona acudió a su amante para advertirlo del peligro que corría y que así este pudiese ponerse a salvo. No se dio cuenta que con ello ponía en peligro a toda la colonia judía de Sevilla. Su amante al momento puso la rebelión a oídos del asistente de la ciudad Don Diego de Merlo , que se personó en la judería para acabar con la rebelión y detener a los cabecillas de la misma. Entre ellos evidentemente se encontraba Diego Susón, el padre de nuestra protagonista.
Detuvieron a los judíos y se lo llevaron a la cárcel , donde permanecieron unos pocos días y después fueron ahorcarlos en Tablada.Repudiada por los suyos, por ser la causante de la muerte de su propia gente, y tras caer en la cuenta de su grave error, la Susona desesperada busca ayuda en la Catedral donde le dan la confesión y el bautismo.
Su amante no quiso saber nada de ella después de lo sucedido y abandonada por todos la bella Susona, busca consuelo y refugio en un convento de clausura de la ciudad .En el cual terminó sus días, muy apenada por ser la responsable de la muerte de su propio padre. A la muerte de la Susona y tras abrir su testamento, se encontró en él escrito “Y para que sirva de ejemplo a los jóvenes en testimonio de mi desdicha, mando que cuando haya muerto separen mi cabeza de mi cuerpo y la pongan sujeta en un clavo sobre la puerta de mi casa, y quede allí para siempre jamás”.
Ciertamente se hizo la voluntad de la misma y tras su muerte y durante más de un siglo, hasta bien entrado el 1600 permaneció la cabeza de esta en dicho lugar en la conocida por este macabro motivo como calle de la muerte. Tiempo después se colocó un azulejo con una carabela y se cambió el nombre de la calle , por Susona .

Esto se puede ver todavía en el Barrio de Santa Cruz.

Los datos mencionados en esta leyenda son rigurosamente ciertos y se conservan los nombres de los participantes en la reunión y las frases que mencionó Diego Susón al ir al patíbulo. Pero de lo que pasó después con Susona, hay varias historias, una que fruto de sus amores con un obispo tuvo dos hijos y luego abandonada por este también se hizo amante de un comerciante de la ciudad. Otra que permaneció sola hasta su muerte en el convento muy apenada por el sufrimiento que causó, ¿cuál será la cierta?... eso también es parte de la leyenda.


HAY QUE CONOCER SEVILLA , porque además de ser una de las ciudades más bonitas de España, al pasar tantas culturas por aquí tiene mucha historia y muchos lugares dignos de ser visitados.